Pedro sube la cuesta con gran ímpetu mientras nos cuenta sus planes de jubilación: convertirse en criador de cobayas o cuy como se les conoce en Perú. Dentro de tres meses le retirarán el carné de conducir y entonces quiere dedicarse a la cría de estos animales, que aquí son una exquisitez. Pedro, que pronto cumplirá 85 años, ha sido camionero toda su vida y ahora trabaja como taxista llevando a los turistas hasta la entrada del yacimiento inca de Písac.
Nuestro breve encuentro con Pedro termina allí. Aunque no nos deja irnos sin darnos un consejo: como parecemos deportistas, es mejor que volvamos al pueblo andando a través de las ruinas. Sólo se tarda 2 horas, 800 metros cuesta abajo por las escaleras.
A diferencia de Machu Picchu, Pisac está menos frecuentado. Se supone que es una de las ruinas más importantes, pero la mayoría de la gente no tiene tiempo ni ganas de bajar a la parte inferior. La mayoría de los turistas sólo ven la parte superior y se van enseguida. Así que nos encontramos recorriendo todo el yacimiento, construido hacia 1440, sin más gente.

Se desconoce porqué exactamente se construyó. Por un lado, se cree que protegía la entrada sur al Valle Sagrado y que servía de lugar de descanso al gobernante Pachacuti entre las campañas militares. Al fin y al cabo, los incas fueron un pueblo bastante belicoso. Por otro lado, parece ser y resulta sorprendente que los españoles no mencionaran ni una palabra sobre él durante las primeras conquistas. Hubo que esperar hasta 1877 para que el estadounidense Ephraim Squier describiera el lugar.
Las terrazas de cultivo construidas directamente en plena ladera de la montaña son impresionantes. Y las numerosas cuevas que servían de tumba, también las eligieron en plena ladera con difícil acceso. Michi se limitó a decir que no le sorprendía que enterraran a los muertos en los precipicios si ni siquiera se pusieron a cultivar en el valle, donde todo estaría llano. Pedro también nos contó algo al respecto: las cuevas están vacías, sólo encontraron algunas agujas de cobre y muchos huesos. Él ayudó en la exploración que se hizo en los años cincuenta. Por lo que no merecía la pena seguir buscando, a menos que quisiéramos ver murciélagos.

Así que nos dejamos llevar por las ruinas, sin desvíos aventureros, y nos maravillamos con la arquitectura de los incas.
En Písac fuimos conociendo las piedras incas, así que para estar preparados para Machu Picchu, nos quedaba acostumbrarnos a las masas de turistas. Eso fue lo que hicimos al día siguiente. Unos kilómetros más lejos de Písac, visitamos las salinas incas de Maras. Nos encontramos con turistas resoplando, guías impacientes y estresados, chóferes con el acelerador pisado y alguien tocando ABBA en la zampoña, una especie de flauta. Y sí, es impresionante ver que las salinas siguen en funcionamiento, pero también estuvo bien poder escapar de allí rápidamente.


Lo mismo nos pasó en el yacimiento inca de Moray: una especie de campo de pruebas agrícola. Son andenes superpuestos en anillos concéntricos en los que se pueden recrear distintos microclimas y, así, estudiar el crecimiento de las plantas. Cuanto más abajo, más calor hace.

Al final, nos limitamos a visitar unos pocos sitios, ya que son innumerables y todos bastante impresionantes. Desafortunadamente, no nos volvimos a encontrar con un guía tan bueno y entretenido como Pedro.
Machu Picchu, después de mucho debate, sí que decidimos visitarlo. Pero sobre eso habrá más información la semana que viene.