Una Venezuela muy diferente a lo esperado
«Muy peligroso».
«Seguro que os van a atracar, allí solo hay delicuentes».
«Han vuelto a encarcelar a extranjeros; uno ha desaparecido en la frontera».
Más o menos así nos advirtieron acerca de Venezuela.
Estamos nerviosos y nos preparamos más intensamente de lo que lo hemos hecho para otros países. Investigamos todo lo que podemos, pero no se encuentra mucha información en Internet, así que también hablamos con otros viajeros.
«Gente amabilísima».
«Todos son amables y te ayudan con lo que sea».
«Tremenda hospitalidad y una naturaleza preciosa».
Eso es lo que nos cuentan los viajeros que han estado en Venezuela poco antes que nosotros. Además, nos pasan contactos, les escribimos y todos nos ayudan, responden a nuestras mil preguntas y nos dan algo de coraje. Pero seguimos un poco inciertos.
Venezuela – ¿sí o no?

Cuando empezamos nuestro viaje, hace dos años, Venezuela no teníamos previsto ir a Venezuela, pero cada vez oíamos hablar de más viajeros que la habían visitado. Nos surgió la duda: «¿Es posible ir? Eso fue en 2024. Estábamos convencidos de ir. Sin embargo, llegaron las elecciones presidenciales y las protestas; de nuevo se hablaba de extranjeros detenidos. En realidad, costaba saber lo que ocurría y había poca información en los medios. La situación era completamente opaca. A principios de 2025 teníamos clara una cosa: ir a Venezuela no era una opción.
Pero pasan las semanas y volvemos a oír cosas buenas. La situación parece haberse calmado… De alguna manera, nos interesa conocer el país. Tomamos la decisión de conocer el país y hacernos una idea. ¿Es cierto lo que dice todo el mundo? ¿Es realmente tan peligroso? ¿Son realmente tan amables? Y de repente, nos encontramos ante la frontera.
Un cruce de frontera algo diferente
Antes de llegar a la frontera, llenamos el depósito del coche, escondimos billetes de dólares por todo el vehículo (apenas hay cajeros para sacar dinero) y compramos comida. Hemos imprimido y fotocopiado todos los documentos necesarios. Es hora de cruzar.
En Colombia no tardamos nada en hacer el trámite. Unos cambistas intentan estafarnos, pero basta con una breve llamada a nuestro contacto venezolano para saber que podemos rechazar su oferta. Cruzamos al otro lado, los nervios aumentan, y aparcamos delante de la oficina de pasaportes; no hay casi nadie haciendo cola. Entregamos nuestros pasaportes y llaman a alguien por teléfono. Nos toca esperar. Entonces llega una mujer vestida de negro: el servicio de inteligencia quiere hablar con nosotros. «Uf, esto no pinta bien», pienso. Y no sería la única vez ese día.
Amablemente nos piden que entremos en un contenedor blanco. Dentro hay dos escritorios, un banco y una pequeña máquina de café. Tampoco faltan los retratos de los jefes de Estado más importantes. Bolívar, Chávez y Maduro. Nos preguntan qué queremos hacer y qué ruta vamos a seguir. Los datos, además, los reenvían, probablemente a la central en la capital. Y encuentran algo.
«¿Puedes explicar esto?», me pregunta el oficial mientras me muestra una foto mía con un uniforme militar. Y se me vuelve a pasar por la cabeza: esto no va a salir bien.
Le explico de dónde procede la foto, él asiente y sigue buscando. En algún momento, nos ofrecen un café y nos recomiendan lugares que visitar en Venezuela. Luego, nos piden que grabemos un vídeo en el que tenemos que presentarnos y explicar qué vamos a hacer en el país. Parece que han podido aclararlo todo. El funcionario nos ayuda a cambiar dinero a un tipo de cambio un poco mejor, aunque sigue siendo muy bajo, ya que normalmente nadie quiere bolívares y te dan más que el cambio oficial. Es la hora: nos sellan el pasaporte. Bienvenidos a Venezuela.



20 puestos de control en 116 kilómetros
Dos horas más tarde, también conseguimos el permiso necesario del vehículo para entrar en el país. El viaje comienza en dirección a la ciudad de Maracaibo. Son casi 116 kilómetros. Las carreteras están mejor de lo que esperábamos; hay algunos baches, pero es normal en esta zona. Aunque también hay más controles de lo que esperábamos. Y eso que íbamos avisados. En total pasamos por veinte controles. La mayoría solo quería saber si somos extranjeros y adónde vamos, con eso es suficiente. Aun así siempre hay que frenar y esperar una señal. No nos queda otra que acostumbrarnos, porque esto nos acompañará durante todo el viaje. Al final de la ruta por el país, habremos pasado por 205 controles.
Hospitalidad al estilo venezolano
Hay dos peajes en el camino, que cuestan 30 bolívares cada uno, como en todo el país. Eso equivale a unos 30 centavos de dólar al tipo de cambio vigente cuando estuvimos allí. Hay que pagar en efectivo, por eso tuvimos que cambiar dinero en la frontera. En el segundo peaje le dimos el dinero al joven empleado, que nos preguntó si éramos extranjeros y nos lo devolvió. «Bienvenidos a Venezuela, disfrutad del país». La hospitalidad venezolana en directo. ¿Será cierto lo que dicen todos los viajeros?

Una cerveza barata para cenar
Maracaibo es una ciudad calurosa. Toda la región se parece más a Marruecos que a Latinoamérica. Las mujeres visten túnicas coloridas y ligeras que les cubren todo el cuerpo y, en su mayoría, llevan pañuelos en la cabeza para protegerse del sol.
Llegamos a la ciudad al anochecer, algo nerviosos, ya que se dice que es peligroso por la noche, por lo que nos hemos propuesto buscar siempre un lugar seguro donde dormir con suficiente antelación. Tenemos un contacto que nos ha indicado un lugar donde podemos pasar la noche; sin embargo, no lo encontramos tan fácilmente y, además, no hay nadie cuando llegamos. Pero los vecinos nos ayudan y conseguimos localizar al propietario que envía a alguien para que abra el lugar. No es bonito, más bien bastante sucio, tanto que preferimos no usar los baños, y ducha ni hay.
Pero las vistas del puente de Maracaibo no tienen precio, a diferencia de los precios abismales del restaurante de al lado. Estamos cansados, aún no sabemos cómo funcionan las cosas, así que pedimos lo más barato de la carta: una cerveza. Y a la cama.
Un viaje a los años 70 de los EE. UU.


Al día siguiente quedamos con un amigo que conocimos en Colombia. Quiere enseñarnos su ciudad. Pasearnos por Maracaibo es especial, parece como si estuviéramos en una película estadounidense de los años setenta. Los viejos modelos Ford V8 circulan por amplias avenidas bordeadas de centros comerciales que en su día fueron modernos; algunos están cerrados y en ruinas, y otros están llenos de vida y mercancías. Una realidad completamente inesperado.
La ciudad parece vacía; fue construida para mucha más gente de la que vive allí hoy en día. El turismo es escaso, pero aún así hay algunas tiendas de souvenirs y vendedores ambulantes. Nos preguntan con curiosidad de dónde venimos y si nos gusta, parecen no querer vendernos nada.
Para huir del calor, nos refugiamos en una cafetería. Toda la ciudad funciona en base a aire acondicionado porque hace demasiado calor, aunque claro, solo funciona mientras haya electricidad. La luz es gratuita, proviene de centrales de gas donde se quema el gas sobrante. Sobra mucho gas ya que no pueden venderlo a ningún sitio. Sin embargo, las centrales están sobrecargadas, las turbinas son antiguas y las piezas de repuesto son difíciles de conseguir. A veces se va la luz, dicen los habitantes.
En la cafetería tienen luz, hace fresco y sirven un delicioso café y zumos de fruta. Los precios son algo más caros de lo que estamos acostumbrados en Sudamérica, pero incluso podemos pagar con tarjeta.
Después visitamos el museo Casa de la Capitulación, situado justo al lado. El funcionario que trabaja allí nos ofrece una visita guiada gratuita. Se siente orgulloso de poder contar a los extranjeros la grandiosa historia de la independencia de la Gran Colombia de la Corona Española.
Un brillo verdoso
Por la noche, volvemos a disfrutar de las vistas del impresionante puente de 8,6 kilómetros de longitud, el segundo más largo de Sudamérica. Sin embargo, el lago Maracaibo, con su brillo verdoso, no invita a bañarse. Bajo él se encuentran uno de los mayores yacimientos de petróleo del mundo. Venezuela esconde inmensas riquezas. A partir de 1929, el país se convirtió en el mayor exportador de petróleo del mundo. Las empresas petroleras acudieron en masa para extraer petróleo, instalaron torres en el lago y en el delta del Orinoco y lo vendieron a todo el mundo. Hasta la década de los 70 las arcas se llenaban.

Tras la crisis del petróleo, se produjo una ola de nacionalizaciones y se fundó PDVSA, la empresa petrolera venezolana. PDVSA generó tantos beneficios que el dinero se repartió entre toda la población. Según nos contaron, los jóvenes venezolanos recibían del Estado una asignación para viajar por el mundo. Sin embargo, esto resultó fatal, ya que nadie aprendió a administrar el dinero. Además, la empresa petrolera tuvo que hacer frente una y otra vez a las fluctuaciones del precio del petróleo. Las recesiones desde la década de 1980 llevaron a la empresa, muy endeudada, a una situación difícil de explicar. A esto se sumó el descuido del mantenimiento.
Cuando el país cambió su política, se aisló cada vez más y la infraestructura comenzó a deteriorarse. Nadie se encarga de su mantenimiento y las piezas de repuesto son imposibles de conseguir debido a las sanciones internacionales y a la mala gestión. Los ingenieros de la compañía petrolera conducen taxis o, los que pueden, se van del país. Sin embargo, el petróleo sigue filtrándose y termina en el lago.



Vía libre por toda la ciudad
La contaminación es extrema,es más los bonitos pueblos de palafitos construidos sobre el lago se inundan en basura. A los lugareños solo les queda construir con lo que encuentran e intentar mantener sus casas. Aun así, decidimos mejor no comer pescado en Santa Rosa del Agua. Seguimos nuestra ruta por las calles vacías de la ciudad en un viejo Chevrolet Malibú. El coche da tumbos y traquetea, y de los altavoces suena a todo volumen «Viva Venezuela». El velocímetro ya no funciona, no muestra nada, pero da igual apenas hay tráfico. Un McDonald’s abandonado desmoronándose al borde de la carretera nos cuenta de tiempos mejores.
El taxi se para y una mujer se baja; el vehículo tiene capacidad para seis personas. Continuamos. El colectivo son taxis compartidos, es el medio de transporte público para distancias cortas y la mayoría son coches antiguos. Nos cuesta poco, solo 40 bolívares por persona (40 centavos de dólar), y el taxista nos explica que funciona con gas. La gasolina es demasiado cara, mientras que el gas es casi gratis. Aunque la gasolina también está subvencionada, pero no siempre está disponible y, además, el consumo del coche sería enorme, al menos 25 litros por cada 100 kilómetros.
Empanadas y ron



Almorzamos en el patio de comidas de un supermercado donde tienen grandes empanadas rellenas de carne y salsa tártara venezolana. Están increíblemente buenas en todo el país. El supermercado está repleto y hay de todo para comprar, aunque los precios están marcados en dólares y no son precisamente baratos. ¿Pero estantes vacíos? Ni rastro. Justo en la entrada hay un puesto donde se puede degustar ron. Allí probamos por primera vez el ron con ginger ale y un poco de limón. Otra cosa que nos acompañará durante todo el recorrido por Venezuela.
En 2015, Venezuela tuvo que hacer frente a una escasez extrema de suministros. De ahí las imágenes de las largas colas. No había nada que comprar, ni siquiera con dinero; todo estaba racionado. Incluso llegaban a cortar las servilletas para tener más papel, si es que se encontraba, algunos siguen haciéndolo hoy en día -qué difícil es cambiar los hábitos. En realidad, Venezuela podría abastecerse, produce muchas cosas, pero, por ejemplo, simplemente para la agricultura necesitan fertilizantes y estos no llegaban al país. Nadie conseguía cultivar a gran escala. A la gente le tocó luchar por sobrevivir.
Hoy en día, la situación ya no es así, aunque la ciudad sigue siendo demasiado grande para el número de personas que viven en ella. Muchas casas están en ruinas o vacías porque sus propietarios han emigrado. Se pueden comprar a buen precio, incluso en el centro de Maracaibo. Sin embargo, aunque los inmuebles son baratos, la vida en general es cara en todo el país.
Nuestra respuesta: mucho
Venezuela nos asombra los primeros días. Las cosas funcionan de manera diferente, ni mejor ni peor, sino distinta a lo que esperábamos. La comida es deliciosa, el servicio es sorprendentemente bueno, los mercados están llenos y no hay colas en las gasolineras. Y lo que nos parece especialmente destacable es que la gente es amable, cortés, servicial, curiosa y nada intrusiva. Tenemos que hablarles nosotros y preguntarles si quieren saber algo, porque se les nota la curiosidad a todos: ¿qué les parecerá Venezuela a estos turistas?
Nuestra respuesta, hasta hoy: nos gusta mucho.